Nadie sabe lo que le puede pasar cuando se despierta, un día cualquiera.
Un día se fue a dormir con una hija, un yerno y tres nietos. A la mañana siguiente sólo tenía un nieto, un adolescente que fue el único sobreviviente de los asesinatos. Se hizo cargo de todo. Del dolor por los muertos en una sola noche, de la crianza del chico, de un eterno peregrinaje en la Justicia para que el asesino fuera preso y se quedara allí lo que decía la sentencia. Perpetua. «Y perpetua es para siempre», decía ella, como aquel personaje de El secreto de sus ojos, la película de Campanella.
Norma Calzaretta –la Abu, para su familia, los amigos y hasta los funcionarios judiciales que la trataron- murió este lunes 1º de junio en un geriátrico, tranquila tras haber conversado por videollamada con el único pariente que le quedó: su nieto Matías Bagnato, aquel adolescente temeroso y shockeado por la tragedia que es hoy un referente de la lucha de las víctimas en los casos penales. Estaba expectante, otra vez, porque otra vez un juez está analizando en estos días un nuevo pedido del asesino para salir en libertad condicional.
La Abu tenía 91 años, 26 más que cuando mataron a su familia. Aquel crimen múltiple y feroz -que pasó a la historia como La masacre de Flores– y el único nieto sobreviviente fueron la razón de su vida.
Hasta poco antes de cumplir 90, su vida pasaba en un living de 6 por 3 de un departamento de Almagro, con ventana al pulmón de manzana. La Abu estaba todo el día ahí. De la mañana a la noche. Se vestía para eso. Impecable. Como si fuera a salir. Pero no salía. Sólo se sentaba a la mesa, frente al televisor. Miraba a veces hacia el cielo que le acercaba el ventanal para ver si había Sol o estaba nublado. O si iba a llover. Ahí esperaba todo el día el programa de Tinelli o algún partido de fútbol. Cualquiera, pero mejor si era de San Lorenzo. Salvo que jugara con Independiente. San Lorenzo-Independiente era el partido que traía otra vez todos los fantasmas. Era el partido que se jugó aquella noche. La última noche. La noche en que entró el miedo y no se fue nunca más.
La noche del 16 de febrero de 1994, Abu no durmió en su cama de la casa familiar en Flores, donde se había ido a vivir junto a su hija Alicia, su yerno José y sus nietos Matías (16), Fernando (14) y Alejandro (7). Durmió en el micro que la llevó a Mar del Plata, donde la habían invitado a festejar el cumpleaños de una amiga. A la mañana del 17, cuando llegó, llamó por teléfono a su hermana para ver si estaba todo bien. Se sentía inexplicablemente inquieta. No le contestaban. Pensó qué raro, y llamó a su hija. No le contestaban. Llamó entonces a la fábrica, la empresa familiar. Y no le contestaban.
Esto lo contó ella misma en una entrevista.
«Yo ya no era yo. Estaba fuera de control. Sabía que algo malo había pasado. Lo sabía. Llamé entonces a la casa de mi sobrina y mi hermana estaba ahí. Y me dice Mirá Norma, hay un problema… él les prendió fuego la casa. Le digo Nelly decime la verdad, por favor, cómo están todos. Me dice El Negro -así le decíamos a mi yerno- murió. Los demás están bien».
Norma supo unas horas después que, junto con El Negro, habían muerto en el incendio su hija Alicia, sus nietos Fernando y Alejandro y un amigo del nene menor, Nicolás Borda (8), que la familia invitó a dormir porque había una cama libre esa noche. La suya, la cama de Abu. Su hermana encontró un modo de decirle lo imposible en medio del aturdimiento: «Norma… escuchame por favor… Matías está vivo». Era el único que quedaba.
Abu nunca necesitó que le aclararan quién era «él», el que prendió fuego la casa.«Fue el monstruo», dijo. «Hace 22 años que yo lo llamo El Monstruo, ¿sabés? No puedo nombrar su nombre».
El monstruo se llama Fructuoso Alvarez González. Es español y estaba casado con Diana, la hija de un primo hermano de Norma. Era una parte de la familia con la que sólo se veían en Navidad, Año Nuevo y algún que otro cumpleaños. Hasta que la fábrica de zapatillas de José Bagnato entró en problemas financieros y Alvarez González se sumó como socio de palabra. Ahí los cruces empezaron a ser más frecuentes.
Pasó un tiempo y Alvarez González empezó a reclamar dinero, pero no había acuerdo en la cifra. Fructuoso pedía 300.000 dólares y El Negro decía que le debía mucho menos. Norma, que era la dueña del edificio donde funcionaba la fábrica y trabajaba llevando los números de otra empresa, pidió todos los papeles y verificó. Lo que le debían a Alvarez González era «a lo sumo, 90.000 dólares, tres veces menos de lo que él reclamaba». El acreedor empezó a llamar a la familia y a dar una extraña advertencia: «Van a morir quemados», les decía por teléfono.
Antes de eso, citó a Norma para «arreglar nuestro problema» y, cuando la abuela le dijo que su yerno no iba a pagarle la cantidad que él reclamaba porque él jamás le había prestado ese monto, estalló. «Me arrastró de los pelos por la casa y me tiró sobre una mesa donde había una línea de polvo blanco». Norma se salvó esa noche porque su familia la fue a buscar y Alvarez González se escapó por los techos.
«Fuimos a hacer la denuncia y uno de los policías le dijo a otro. ¿Sabés quién es al que denuncian, no? Es el dueño de Cassandra. Así se llamaba un cabaret que él tenía. Y entonces los policías chau, no hicieron más nada…».
Desde ese día, cada día fue un infierno. El teléfono de la casa de la calle Baldomero Fernández Moreno sonaba y los Bagnato tenían terror de atender. La amenaza de van a morir todos quemados la recibía cualquiera, incluso el nene más chico de la casa. Pero casi nadie creía que Alvarez González fuera a cumplir su promesa. «Yo tenía miedo de que le hiciera algo a mi papá, de eso sí lo creía capaz, pero jamás imaginé que viniera a prendernos fuego la casa», dice Matías. La única que insistía cada noche en que el tipo era capaz de eso era Norma. «Yo lo vi drogado, ustedes no», les decía a su hija y a su yerno.
Hasta que llegó la noche en que San Lorenzo e Independiente jugaban en Mar del Plata por la Copa de Verano. Toda la familia vio el partido y después cada uno se fue a acostar. Matías fue a su cuarto a escuchar música y se durmió. Despertó a las 3 de la mañana. Hacía calor y había un resplandor brillante bajo la puerta de su habitación.
«Me faltaba el oxígeno. La sensación es como si te aplastaran la garganta con una tabla. Me asomo a la ventana para respirar y un vecino de la calle me grita saltá que te prendieron fuego la casa. Yo no entendía nada, como vi luz bajo mi puerta fui a abrir pensando que mi papá o mi mamá se habían levantado. En cuanto abrí entró una llamarada que llegó hasta el techo de mi cuarto. Me quemó el pelo, la cara y un brazo. Y entonces corrí al balcón y salté a la casa de un vecino. Y ahí quedé agarrado. Sentía el fuego en la espalda y me preparaba para morirme, hasta que un policía me fue guiando y conseguí subir a la terraza de al lado y de ahí me sacaron… Y no me acuerdo más… Tengo flashes… Los bomberos entrando y un policía que me decía que me quedara tranquilo porque en la casa no había nadie. Y yo sabía que era mentira. Que todos estaban ahí. Y me desmayé…».
Abu escuchaba el relato de su nieto. Le temblaban los labios. Se restregaba las manos antes de hablar: «¿Y puede ser que actualmente tengamos que seguir con este miedo? ¿Seguir luchando para que no salga y nos mate a nosotros? ¿Puede ser posible? Porque él volvió para matarnos. Lo que él hizo no está terminado hasta que no nos mate a Matías y a mí. El tiene que terminar… y para terminar todavía tiene que matarnos a nosotros…».
Fructuoso Alvarez González fue detenido cuatro días después del incendio. Fue procesado, juzgado y condenado a prisión perpetua. Cuando llevaba preso 13 años, pidió ser deportado a España, el país donde había nacido. La Justicia se lo concedió y en España logró una conmutación de pena que lo dejó libre en 2008.
Matías Bagnato atendió el teléfono, un día, y apareció otra vez la voz. Aquella voz. «Preparate, porque estás muerto como los otros», le dijo entonces. Matías fue al juzgado de Ejecución Penal del juez Axel López y le dijeron que no podían darle información. Luego, que Alvarez González estaba preso en España. Finalmente admitieron que estaba libre y había vuelto al país. Y que Migraciones lo había dejado entrar porque el juzgado nunca contestó el oficio en el que le consultaban qué hacer. «Me lo morfé yo porque tenía mucho trabajo», le dijo el juez López a Matías.
Ahí libraron una orden de captura, y el infierno volvió. Matías y su abuela quedaron con custodia policial permanente mientras Álvarez González los llamaba dos, tres veces por semana, para decirles que había vuelto para matarlos a los dos. No podían salir de su casa. No podían vivir. El prófugo cayó otra vez en diciembre de 2011 y se hizo un nuevo cómputo. Ahora tendría que estar preso hasta más allá de 2020, pero en 2016 empezó a pedir las salidas transitorias. Matías buscó firmas para que Alvarez González no saliera y juntó 188.000. La Justicia contestó que no saldría. Ahora, desde el penal de Ezeiza, empezó a insistir otra vez, cuando supo que podría haber prisiones domiciliarias más accesibles por el coronavirus.
Matías siguió la lucha de Abu y fue uno de los impulsores de la ley para que las víctimas puedan estar representadas en los procesos de Ejecución Penal, ante los jueces que deciden cuándo y por qué salen los presos. Que las víctimas puedan opinar en esa instancia era una larga lucha de la agrupación Usina de Justicia que preside la filósofa Diana Cohen Agrest, madre ella misma de una víctima de la inseguridad.
Abu había quedado presa la madrugada de aquel jueves en que supo que el peor horror era posible. Ese día fue condenada a miedo perpetuo. Por eso, cuando dio la única entrevista de su vida, tomó las manos del cronista entre las suyas y susurró, como si fuera un secreto profundo: «El miedo está en mí». Tenía las manos heladas.
Los enfermeros que la asistieron este lunes, en su final, dijeron que se quedó dormida murmurando nombres.
«Dijo Ali y Fer», le contaron a Matías.
Alicia y Fernando eran su hija y el nieto del medio que se fueron aquella vez, el día que llegó el miedo perpetuo.