Desde fines de los ’30, este café fue centro de identidad cultural, inspiración literaria y memoria barrial

Un café con nombre y raíces

Hacia fines de 1932, sobre Gurruchaga 432-436, el Café İzmir nació de tres cuartos de un inquilinato que se abrieron al barrio como quien abre una ventana grande a la vereda.

La versión más repetida dice que Jaim Danón lo bautizó “İzmir” en honor a su ciudad natal; más allá de los papeles, el nombre prendió y quedó para siempre en la memoria vecinal.

El comercio fue habilitado en 1937 y en 1940 tomó las riendas Rafael Alboger, otro inmigrante de Esmirna que supo leer el pulso del barrio y sostener la casa por un cuarto de siglo.

De Esmirna a Villa Crespo

Alboger había llegado en 1902 y aprendió el oficio entre betunes, bandejas y manteles: lustrabotas, mozo y maître, hasta ganar cintura en cafés donde el servicio era un arte.

Cuando el dueño anterior se cayó económicamente, una garantía hipotecaria le abrió la puerta del İzmir; con trabajo y paciencia, levantó el negocio y a su familia.

Desde entonces, café y familia quedaron atados por casi tres décadas, y el local se volvió parte del mapa afectivo de Villa Crespo.

“El Café İzmir no era solo un bar: era escuela de convivencia cultural entre judíos, musulmanes y cristianos en Villa Crespo.”

Faro literario y multicultural

Por sus mesas pasó Leopoldo Marechal y el İzmir quedó inmortalizado en “Adán Buenosayres”, prueba de que un bar puede ser también personaje de novela.

El lugar fue imán de oleadas migratorias: acentos, creencias y saberes se cruzaban sin pedir permiso, y cada charla traía un mundo distinto a la misma mesa.

Entre anís, tabaco e idioma sirio, el İzmir afinó el oído del barrio para la diversidad, enseñando a convivir entre diferencias con humor y ternura.

Ciudad, bohemia y barrio

La clientela mezclaba intelectuales, obreros, músicos, comerciantes y muchachos de potrero; no había tarjeta de ingreso, bastaba con ganas de conversar.

En las mesas del fondo se debatía de literatura, fútbol y política, y el mozo sabía cuándo traer otra vuelta sin interrumpir el hilo de la charla.

El barrio encontraba ahí un refugio contra la prisa y el ruido; el tiempo se medía por rondas de café y no por relojes ansiosos.

Sabores, lenguas y rituales

El menú no se jactaba de lujo, pero cada taza salía con la temperatura justa, el pocillo limpio y esa espuma cortita que hace a un buen café.

Se oían palabras en ladino, árabe y castellano, un concierto de lenguas que hacía escuela; cualquier chico aprendía que el mundo es más grande que su cuadra.

Había mesas de truco y dominó, rituales de sobremesa que armaban familia extendida, con saludos, bromas y códigos que atravesaban generaciones.

Puente con la literatura

Cuando se nombra al İzmir en “Adán Buenosayres”, no se cita un bar cualquiera: se convoca un clima, una ética de conversación y una cadencia de barrio.

La novela de Marechal confirmó algo que los vecinos ya sabían: la cultura también se cocina a fuego lento en un café, entre migas y servilletas con anotaciones.

Esa mención literaria blindó la memoria del lugar y lo convirtió en peregrinaje secreto de lectores que buscan huellas en el asfalto.

Fotografías mentales de una época

Puerta de madera, vidrios repartidos, un mostrador con platos de loza y vitrina de masas; la luz de la tarde entraba oblicua y se quedaba un rato.

El sonido era un susurro múltiple: cucharitas contra pocillos, naipes mezclados, carcajadas breves, y un bandoneón que asomaba de vez en cuando.

La esquina respiraba esa mezcla de barrio trabajador y bohemio que hizo de Villa Crespo una patria chica para muchos recién llegados.

Trabajo, familia y mostrador

Sostener el İzmir fue una tarea de hombro a hombro; el café se abría temprano y se cerraba tarde, con manos que no faltaban nunca.

El mostrador era escuela de oficio: hospitalidad, memoria de pedidos, paciencia para escuchar, y cintura para apagar incendios sin levantar la voz.

Así el bar se volvió extensión de la casa; los mozos conocían nombres, apodos, dolores y pequeñas victorias de cada parroquiano.

Centro de identidad y pertenencia

El İzmir ayudó a hilvanar vecindades entre diferencias, una trama fina donde cabían fiestas, duelos y noticias traídas de lejos.

La pluralidad no se declamaba, se practicaba en la mesa compartida, con respeto por los silencios y curiosidad por la historia del otro.

Por eso el bar fue centro de identidad cultural, espejo donde el barrio se miró y se reconoció durante años.

Un cierre que dolió en el mapa sentimental

Con los años cambió la ciudad y el último baluarte sefaradí bajó la persiana; en 2004, la demolición dejó en el aire un suspiro colectivo.

Hubo reclamos y recuerdos, pero el edificio finalmente desapareció; quedó la esquina y una memoria tozuda que se resiste al olvido.

Desde entonces, el İzmir vive en anécdotas y fotografías, en páginas subrayadas y en caminatas que buscan la sombra de lo que fue.

Lo que nos deja el İzmir hoy

Nos recuerda que los cafés son más que mostradores y pocillos: son aulas de ciudadanía, talleres de escucha y refugios contra la intemperie.

En tiempos veloces, un bar que te obliga a bajar un cambio es casi un acto de resistencia; por eso la memoria vale como faro para lo que viene.

Honrar su historia no es congelar el pasado, es aprender a construir lugares donde la diversidad se sienta a gusto y la palabra circule sin miedo.

Villa Crespo, territorio de encuentros

El barrio sigue siendo una tierra fértil para nuevas mesas, con librerías, teatros y cafés que heredan esa mezcla de trabajo y cultura.

Cada generación reinventa su propio İzmir de esquina, un punto de reunión para celebrar lo que nos hace comunidad.

Y cuando alguien pregunta por qué este café importa, la respuesta vuelve al cuerpo: porque ahí se aprendió a estar juntos, distintos y vecinos.

 

Por Pablo L.