El recuerdo de Liliana Crociati y una tragedia que conmovió a Buenos Aires

Un viaje que cambió para siempre a una familia porteña

Un homenaje distinto que sigue despertando emoción

“Mi hija merece un lugar lleno de luz”, dijo su madre al diseñar el sepulcro.

Muchos que caminan por el cementerio de La Recoleta se frenan frente a una construcción que no se parece a ninguna otra, porque la tumba de Liliana Crociati se volvió un símbolo de amor, dolor y memoria que sigue tocando a miles de personas aunque pasen los años.

La historia arranca lejos de Buenos Aires, cuando Liliana, una joven de 26 años, había viajado junto a su marido Janos Szaszak a Austria, sin imaginar que una noche de 1970 cambiaría para siempre el destino de la pareja y de toda su familia.

Esa noche estaban descansando en su habitación del hotel Piz Buin, a unos kilómetros de Innsbruck, cuando un alud enorme se desprendió y golpeó la ventana con una fuerza imposible de controlar. El golpe los tomó dormidos y no tuvieron tiempo para reaccionar, algo que quedó marcado en todos los relatos posteriores del rescate.

Cuando los equipos lograron llegar hasta allí, encontraron a Janos con un cuadro severo de hipotermia, pero todavía con vida. Su recuperación fue rápida, pero la de Liliana tuvo un final mucho más triste, porque estaba muy grave desde el primer momento.

Los rescatistas la trasladaron en helicóptero hasta Innsbruck, donde intentaron estabilizarla. Sin embargo, sus heridas eran demasiado profundas y falleció días después, dejando a sus padres sumidos en un dolor imposible de dimensionar.

Liliana era hija única, y quienes conocieron a sus padres cuentan que ella era el centro de sus vidas. Por eso, cuando recibieron la noticia, tuvieron claro que querían darle un homenaje que reflejara quién era ella: su personalidad, su luz y ese estilo tan propio. La tumba que diseñó su madre terminó siendo un gesto de amor infinito.

Un diseño único dentro del cementerio

La estructura del sepulcro no sigue las líneas clásicas del cementerio. Su madre eligió un estilo neogótico, con ventanales grandes para que entrara toda la luz posible, porque sentía que su hija merecía un espacio cálido y luminoso, completamente distinto al resto de los mausoleos.

Adentro se colocó un retrato donde se ven sus ojos claros, su pelo rubio y ese aire dulce que muchos recuerdan. El cuadro mismo es un homenaje pensado para que quien pase por ahí pueda sentirla cerca, como si la historia todavía siguiera viva.

Al costado, los visitantes encuentran una placa en italiano escrita por su padre, poema que condensa lo que sentía sin necesidad de explicar demasiado: ese dolor que solo quien pierde un hijo conoce. El texto sigue emocionando a quienes se detienen a leerlo, aunque no la hayan conocido nunca.

Pero lo que más llama la atención es la escultura de bronce verde hecha por Wilfredo Viladrich. Allí se ve a Liliana con su vestido de novia, su anillo de compromiso y una mano apoyada en la cabeza de su perro Sabù. Ese pequeño gesto volvió al perro parte del mito porque su hocico, brillante por los toques de miles de visitantes, se transformó en amuleto de buena suerte.

Lo que pasó con sus padres

Su papá era un coiffeur muy conocido entre las figuras de la alta sociedad porteña, y su mamá, una artista sensible y dedicada. Después de la tragedia, los dos quedaron emocionalmente quebrados, algo que se notó en su salud, en su ánimo y en cómo se encerraron en su propio dolor.

Con el tiempo, ambos fallecieron. La pérdida había sido demasiado fuerte y nunca lograron recuperarse del todo. Hoy están sepultados junto a ella, en ese mismo rincón de Recoleta donde la familia consiguió finalmente volver a estar unida después de una historia marcada por la tragedia.

Quienes visitan el cementerio suelen contar que esa tumba transmite algo distinto: no solo tristeza, sino también una sensación de homenaje profundo, hecho desde el amor y la necesidad de no olvidar. Tal vez por eso se volvió uno de los lugares más visitados del predio, incluso por turistas que llegan sin conocer la historia completa.

Y así, entre tantos mausoleos históricos, el de Liliana destaca por ser más humano, más personal, más íntimo. Es un recordatorio de cómo una familia eligió transformar el dolor en memoria, sin dejar que la oscuridad tapara la luz que ella había dejado.

A veces, los lugares cuentan historias sin necesidad de palabras. En Recoleta, esta tumba habla sola: habla de amor, de pérdida, de una vida joven que se apagó lejos de casa, pero también del intento de sus padres por aferrarse a cada recuerdo. Y eso explica por qué tanta gente sigue pasando a dejar una caricia en el hocico de Sabù, como si ese gesto conectara a todos con algo un poco más profundo.

La historia de Liliana no es solo una tragedia contada en un libro o una fecha lejana: está viva en cada visitante que la descubre por primera vez, en cada persona que lee ese poema o en cada mirada que se cruza con la escultura de bronce.

Y así, aunque pasen las décadas, sigue presente. Porque hay historias que encuentran la manera de quedarse entre nosotros, aunque hayan nacido del dolor. La de Liliana es una de esas historias que Buenos Aires nunca terminó de soltar.

Por eso, cada vez que alguien recorre Recoleta y llega a esa esquina luminosa entre tantas lápidas, se entiende por qué este mausoleo genera tanta conexión. Es un espacio que habla de humanidad en un lugar lleno de silencio, y eso lo vuelve único.

En definitiva, la tumba de Liliana Crociati no es solo una construcción llamativa: es la prueba de cómo el amor y la memoria pueden desafiar al tiempo, incluso cuando la historia es tan triste como la de aquella noche de febrero de 1970.

Y así, entre turistas curiosos, vecinos que ya conocen la historia y otros que llegan por primera vez, este rincón sigue emocionando. Tal vez sea la mezcla justa entre belleza, tragedia y humanidad lo que mantiene viva su presencia en uno de los cementerios más conocidos del mundo.

Porque al final, cada historia que se cuenta ahí adentro ayuda a que la de Liliana siga viajando. Y eso hace que su luz, la misma que su madre quiso dejar entrando por esas ventanas, nunca termine de apagarse.

Y mientras haya alguien tocando el hocico de Sabù para pedir un deseo, la memoria de Liliana va a seguir caminando entre la gente, como una historia que siempre encuentra un corazón donde quedarse.

 

Por Pablo L.