Cuando el ritmo diario no afloja, ofrecer una pausa se convierte en un acto de bienestar.

Cuando el aburrimiento se vuelve una oportunidad

Ideas simples para crear espacios sin pantallas

“A veces, dejar que un chico no haga nada es darle el lugar para que haga todo”

En estos años donde el celular vibra cada dos minutos, a los chicos se les hace difícil encontrar un momento sin ruido. Y no es que ellos sean distintos a como fuimos nosotros: simplemente viven rodeados de pantallas, notificaciones y juegos que no descansan ni un segundo.

Hoy sabemos que ese “estar entretenidos todo el día” no siempre es tan sano, porque la cabeza también necesita ratos de calma para ordenar lo que siente. No hace falta ser especialista para verlo: cuando hay silencio, aparecen ideas nuevas, charlas distintas y hasta pequeñas aventuras que los pibes inventan sin ayuda.

Según la primera encuesta de Prácticas de Riesgo Adictivo del Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat porteño junto al Observatorio de la Deuda Social de la UCA, 6 de cada 10 jóvenes usan el celular más de cinco horas por día. Esto muestra lo metido que está el dispositivo en su vida cotidiana, casi como si fuera una parte más del cuerpo.

Entre los más chiquitos, la cosa también arranca temprano: el informe “Efectos del uso temprano de pantallas en el neurodesarrollo infantil” señala que el 80% de los menores de dos años mira televisión con regularidad, y más de un tercio ya usa pantallas táctiles con ayuda. O sea, la conexión aparece antes incluso de que puedan hablar bien.

Con este panorama, no sorprende que gran parte del tiempo libre de los chicos quede condicionado por la pantalla. Pareciera que siempre hay algo para ver, tocar o deslizar, y la idea misma de aburrirse parece casi un problema, como si fuera algo que hay que resolver rápido.

Pero cuando falta ese “entretenimiento automático”, surge la chispa de la imaginación que los ayuda a crear sus propios juegos. Una caja se convierte en nave espacial, una sombra en personaje, un papel en mapa del tesoro. Esos momentos de quietud no son un vacío: son un punto de partida.

Además, esa mínima frustración de no saber qué hacer fortalece la paciencia, porque la autorregulación también se entrena en los ratos de espera. Ahí es donde aprenden a tolerar, a pensar otra salida, a resolver sin pedir “dame algo para hacer”.

Generar pausas reales en casa, la escuela o el barrio

Una primera idea es marcar pequeñas “zonas sin pantallas”, porque no se trata de prohibir sino de ordenar un poco los espacios. Puede ser la mesa durante la comida o la habitación una hora antes de dormir. Esa rutina simple cambia la energía de la casa.

También sirve ofrecer materiales sin dirigir cada movimiento, porque los chicos juegan mejor cuando sienten que la decisión es de ellos. Darles lápices, una pelota, plastilina o un cuaderno ya alcanza para que inventen algo propio sin llenarles la agenda minuto a minuto.

Otra opción son los “micro-desafíos”, que funcionan como pequeñas prácticas de esperar. Pedirles cinco minutos antes de arrancar una actividad les enseña a bajar la ansiedad, a entender que no todo tiene que pasar ya mismo.

También es clave acompañarlos en proyectos lentos: plantar una semilla, armar un objeto, escribir un cuento entre varios días. Esas actividades muestran que lo importante no siempre es el resultado inmediato, sino lo que se va aprendiendo mientras tanto.

Y si el tema son las pantallas, no alcanza solo con limitar minutos: charlar sobre por qué consumen lo que consumen ayuda a que ellos mismos entiendan sus hábitos. Cuando sienten que pueden hablar sin ser juzgados, aparece un vínculo más honesto con la tecnología.

La tecnología no es el enemigo: el problema es el uso compulsivo

No se trata de demonizar dispositivos, porque el celular en sí no es malo: lo dañino es usarlo como único refugio. La pantalla puede ser herramienta útil, creativa y divertida, siempre que no tape el resto de la vida: la charla, el juego, la calle, el tiempo en familia.

Cuando dejamos que los chicos “no hagan nada” desde un lugar seguro, estamos dándoles un terreno fértil para descubrirse. Ahí es donde aparecen la resiliencia, la autonomía y hasta un sentido más claro de quiénes son.

Un artículo del Child Mind Institute señala que el valor del aburrimiento no está en el vacío sino en lo que los chicos hacen con él. Cuando inventan un proyecto para pasar el tiempo, deben planificar, organizarse y resolver problemas, casi sin darse cuenta.

Eso los hace sentirse capaces, porque la autonomía nace cuando confían en que pueden crear algo desde cero. Por eso, enseñarles a tolerar el aburrimiento no es hacerlos perder tiempo: es darles herramientas para un futuro más saludable y equilibrado.

En definitiva, la pausa es una forma de cuidado emocional. Y en una época donde todo corre rápido, ayudar a frenar un poco es también una manera de querer.

 

Por Pablo L.