Un barrio nacido entre trenes, damajuanas y sueños de laburo

Cuando el barrio era campo y llegó el tren a cambiarlo todo

Si uno mira para atrás, cuesta imaginar que La Paternal empezó siendo puro campo, con quintas, potreros y algún que otro rancho perdido. En ese paisaje tranquilo, de tierra fresca y calles sin nombre, el día que apareció el tren fue como un sacudón. La estación inaugurada en 1887 terminó marcando el antes y el después del barrio, abriendo paso a un movimiento que no se detuvo más.

Los vagones que venían de Cuyo traían un olor a vino que se quedaba en el aire horas enteras. Era común ver a los vecinos mirando cómo bajaban los toneles gigantes, como si fuera un espectáculo de todos los días. De a poco, La Paternal empezó a convertirse en el punto porteño donde el vino llegaba antes de llegar a las mesas.

Ese movimiento ferroviario no tardó en atraer bodegas que buscaban un lugar cómodo para trabajar cerca del centro sin gastar fortunas. Los depósitos, las fábricas de embotellado y los galpones le dieron laburo a un montón de familias, que empezaron a asentarse alrededor de las vías como quien se arrima a una fogata en pleno invierno.

Un barrio que fue tomando forma entre comercio, cultura y vida cotidiana

Con el correr del tiempo, La Paternal dejó de ser ese rincón industrial para convertirse en un barrio donde las casas bajas, los almacenes y los comercios le dieron otra vibra. Aparecieron panaderías con olor a facturas recién hechas, cafés donde se arreglaba el mundo y negocios que se volvían punto de encuentro.

Y no era solo comercio: también hubo cultura a lo grande. El cine-teatro Taricco fue parte del corazón barrial, ese lugar donde uno iba a ver una película pero también a cruzarse con medio barrio. En esas butacas se mezclaban inmigrantes, laburantes, familias enteras y pibes que soñaban con un futuro distinto.

Con esa mezcla de trabajo, diversión y vida comunitaria, La Paternal empezó a armar una identidad propia, fuerte y sin vueltas. Las redes vecinales se hicieron parte del ADN del barrio, una marca que todavía se siente en cualquier charla de vereda.

Cuando el vino dejó de ser el motor y el barrio tuvo que reinventarse

Pero los tiempos cambian, y a La Paternal le tocó vivirlo de cerca. Cuando se puso en marcha la ley que obligaba a envasar el vino en su provincia de origen, muchas bodegas porteñas quedaron afuera del juego. De un día para el otro, se apagaron actividades que habían sido símbolo del barrio durante décadas.

Los galpones donde antes se escuchaban máquinas, carros y botellas chocando entre sí empezaron a quedar vacíos. Los trenes tanque dejaron de pasar tan seguido. La fisonomía del barrio cambió, y la vida cotidiana tuvo que acomodarse como pudo.

Aun así, La Paternal no se quedó quieta. Las viejas bodegas se transformaron en talleres, depósitos o nuevos emprendimientos. El barrio aprendió a mezclar la memoria del vino con la realidad de nuevos tiempos, sin perder ni un gramo de su esencia barrial.

Una identidad que no se pierde y una memoria que sigue viva

Hoy, aunque ya no haya damajuanas circulando por todos lados, La Paternal sigue guardando un ritmo propio. Las casas bajas y las calles tranquilas le dan ese aire humano que muchos otros barrios porteños ya perdieron.

Son muchos los vecinos que, cuando hablan del barrio, lo hacen con una mezcla de nostalgia y cariño. Recuerdan los olores, los sonidos del tren, los galpones, los laburos de antes. Esa memoria compartida es parte de lo que mantiene vivo el espíritu paternalense.

“Hay barrios que cambian, pero La Paternal siempre encuentra la manera de seguir siendo ella misma.”

Pero también hay desafíos: la pérdida de industria dejó huecos que todavía se sienten. Aun así, el barrio no baja los brazos. La Paternal sigue siendo un territorio de oportunidades, mezcla de pasado fuerte y presente en movimiento.

Lo cierto es que, con vino o sin vino, este rincón porteño mantiene algo que no se compra en ningún lado: identidad. La historia del barrio vive en sus calles, en su gente y en cada charla entre vecinos.

En pocas palabras

La Paternal nació como punto ferroviario donde llegaba el vino a granel y terminó creciendo gracias al trabajo que generaron las bodegas.

Con el fin del envasado porteño, las bodegas cerraron y el barrio se transformó en un lugar más residencial, tranquilo y muy barrial.

Hoy conserva su identidad de barrio humano, cercano y lleno de memoria, mezclando el pasado vitivinícola con un presente que sigue cambiando.

 

Por Pablo L.