Veinticinco años antes de la aprobación del matrimonio igualitario en la Argentina, cuando en el cine nacional era mejor no hablar de ciertas cosas, él, uno de los bigotes más populares del país, cuerpeaba escenas románticas con un hombre. Contra todo pronóstico, a contracorriente de los amigos que aconsejaban «no dilapidar la estirpe de macho», y con la convicción de apoyar al director Américo Ortiz de Zárate, a quienes algunos funcionarios del INCAA le hablaban de «asco, de no financiar una película de putos».
Ya afeitado, Arturo Bonín sigue desafiando al «de eso no se habla»: ahora en escena es un sacerdote que pone en jaque la imagen blanca de la Iglesia y sus «obreros». Para eso empezó a estudiar teatro hace 60 años.Para despertarse y despertar a otros. Y para «no ser»: «Actúo y no soy. Está por empezar la obra, abrazo a mis compañeros y les digo ‘buen viaje’. Es un viaje programado», explica apasionado. «Durante ese rato, no somos. Acordamos y nos vamos a otra dimensión. Lo sano es que volvemos».
Habrá que agradecer su popularidad a las galletitas Criollitas. Tenía casi dos décadas de recorrido teatral cuando a un grupo de creativos se les ocurrió, a fines de los setenta, que aquel bigote frondoso podía protagonizar un spot sobre un ejecutivo hiperocupado que atiende el teléfono y detiene el reloj. Su hijo, bebé, pronuncia ‘papá’ por primera vez. «Aquel aviso me dio una popularidad tremenda», se emociona. «Me llamaban para desfilar en boliches, para almorzar en la mesa de Mirtha. Entré en pánico y dije: ¿Y ahora qué hago con todo esto?’. Conozco gente que se estrelló por esas cosas. Pude haber perdido el eje varias veces, pero siempre me ubicaron. Es importante que alguien que conozca tu entretela y de dónde venís, te ubique».
Bonín, Arturo José Bonini en el DNI, Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, cumplió en noviembre 75 años y se considera «aprendiz de carpintero». Ama «el olor de la madera cortada», y cuando deja un rato el martillo se deja «ir», como en un viaje teatral, mientras prepara especialidades como «salsas y matambres». Puede nombrar de memoria, de un tirón, a aquel Boca Juniors campeón ’54 que lo atravesó. «Musimessi; Colman y Edwards; Lombardo, Mouriño y Pescia; Navarro, Baiocco, Borello, Rosello y Marcarián». También viaja para atrás cada tanto para revisar su historia y entenderse.
«Nací en una casa de Mendoza al 3900. En la habitación de al lado se estaba muriendo mi abuelo, un viejo jodido. Apenas aparecí, me llevaron a la piecita para que él me viera. Dicen que me miró y dijo: ‘Arturo’, por un tío pelado. Y me llamaron así», se ríe, el pecho inflado y una remera que reivindica a la Argentina.
«El abuelo José había sido cura hasta los 30 en Florencia.Cuando murió su madre entendió que el compromiso, que era con ella, estaba cumplido. Fue al Vaticano, presentó la renuncia, y en el puerto de Génova le prendió fuego a la sotana».+
«En Uruguay él tuvo tres hijos. Pero se muere su mujer y emprende camino a la Argentina. Asesor de Bartolito Mitre, se junta con una muchachita de 15 y nacen, así, otros 10 hijos. De ese carozo vengo», juzga. «Esa saga me ayuda a construir una verdad, la mía».
Villa Ballester, calle Rioja, una parra, un patio, una glorieta, una casa habitada por diez personas, entre tíos y primos. Las Polaroid mentales se encadenan en velocidad. La radio como sonido permanente, los radioteatros de Hilda Bernard, Oscar Casco, Eduardo Rudy, el colectivo de su padre, la escuela número 3. «Yo era muy metido para adentro y hacía foco en la ventana para irme de viaje. El maestro me daba entonces un coscorrón en la cabeza y mi madre iba a quejarse enseguida», sonríe.
El secundario llegó en un momento en que «había en el aire un discurso de que la petroquímica era el futuro». Así, en la Escuela Industrial N°12, estudió Química para la alimentación. Entendía que «la matemática tiene su poesía», pero el alma andaba pidiendo otra cosa: «Mi amigo Rodolfo del Comercial de Ballester un día dice, ‘Pelusa’, a la tarde dan clases de teatro. ¿Venís?’. Le pregunté si había chicas. Como me dijo ‘un montón’, fui. Pero el teatro me partió la cabeza, me deslumbró, iba a seducir y terminé seducido».
-¿Te acordás de ese día de 1959?
-Exactamente. Llegué y me dicen: «Están todos los roles repartidos». Pero mi profesor Mariano Monzón para no dejarme afuera me ofrece ser su asistente de dirección. Así empecé. Yo pensaba: «¿Qué es esto que me desborda de felicidad?».
-¿Y que hacías mientras para poder llevar el pan a tu casa?
-Desfilaba ropa en boliches. Hasta 1980 vendí seguros. También fui operador y programador de IBM. Fui vidrierista, tuve un kiosco en Lavalle, entre Paraná y Montevideo. Hace poco, a la salida del teatro, un hombre vino a saludarme. «¿Qué hacés acá, vos? ¿Te acordás de cuando vendías rulemanes?». Y sí, vendí rulemanes un tiempo. Pero el público me ve y no sabe quién soy.
-¿Qué parte no ven?
-No me conocen, conocen a mis personajes. No tienen la más pálida idea de quién soy, un aprendiz de carpintero, un tipo que ama la curiosidad, que lee todo lo que tiene a mano para desatar una red asociativa, para alimentar el disco rígido. Creo que hubiera sido un buen arquitecto. Sé mirar en perspectiva. Tengo dos hijos. Cumplí 45 años de amistad y 24 de casado con Susana (Cart). Un laburo diario ir renovando esos acuerdos con ella.
-¿Cómo nació esa historia de amor?
-Los primeros tres años fueron de odio (se ríe). Ella formaba parte de un grupo de teatro, yo de otro. Nos fusionamos, ella estaba a cargo de la parte administrativa y me parecía un sargento. El primer día la veo, rubia, ojos espectaculares, pelo rizado, dando instrucciones, era la voz cantante. Pensé: «Qué mal nos vamos a llevar». Ahí empezó una distancia, yo le pedía plata para el teatro, ella como administradora no me daba. Cada uno se separó, empezamos a compartir los espectáculos infantiles a los que llevamos a nuestros hijos y nos miramos desde otro lugar. Hoy tenemos una lealtad inquebrantable. Trabajamos incluso en acordar en qué cosas no estamos de acuerdo.
-La moral religiosa, la construcción de la figura de Dios, las reglas eclesiásticas. Estás por estrenar, «Un instante sin Dios», una obra que pone en duda aparentes certezas de siglos. ¿Cómo es tu relación con todo eso?
-No soy religioso. Soy bautizado, tomé la comunión, pero no prendió. Para mí el vínculo con la Iglesia era sólo como de club de encuentro. Nunca me tentó la mística. Yo no creo que haya nada más grande que el hombre. Si tengo que encontrar a Dios lo encuentro en un tango de Piazzolla, en un cuadro. Todo tiene que ver con el hombre. No creo en un orden superior. Creo en eso que dijo Robert De Niro en una entrevista: «Si existe Dios me va a tener que dar unas cuantas explicaciones». La Iglesia, la Biblia, fueron creaciones, alguien impuso el concepto como surgieron los clubes de fútbol o los partidos políticos.
-Con 60 años de oficio, ¿podés vivir dignamente de la profesión o atravesás lo que Enrique Pinti, “llegar a fin de mes con la soga al cuello”, como declaró días atrás?
-No estoy salvado, siento los avatares, como todos, y me siguen convocando para esas obras donde hay que poner el hombro. La nuestra es una profesión que vive desregulada. Mirá: yo nunca ganá más plata que en la época de Menem, pero me dolía lo que pasaba alrededor. En cambio, otras veces ganaba muy poco y era feliz. Siempre bromeo con eso de ‘tengo tres cuartos de siglo al servicio de un país’. No me sobra la plata, pero mido en respeto: que me siguen llamando, soy un absoluto privilegiado. Y estoy aprendiendo de este nuevo paradigma. En alerta, deconstruyéndome a mi edad.
-¿Cómo es ‘deconstruirse a tu edad?
-Escucho al que tiene otra opinión. Tengo que pensar las cosas que digo dos veces, si quiero decirle a una mujer ‘qué lindos ojos’. Fueron muchos años de sometimiento de la mujer y todo tiene que equilibrarse para llegar a un punto justo. Mi generación está aprendiendo y por suerte yo tengo la cabeza flexible que me dio el teatro.
Teatro
Bonín protagoniza «Un instante sin Dios», de Daniel Dalmaroni, junto a Nelson Rueda. Desde el 19 de febrero, todos los martes a las 21, en Nun Bar (J. Ramirez de Velazco 419). Un drama sobre un poderoso empresario que visita a un sacerdote de una humilde parroquia de frontera para ofrecerle una donación para su iglesia. Pero la oferta tiene una condición.