En Buenos Aires hay rincones que parecen detenidos en el tiempo, lugares donde el paso de los años se siente más en los recuerdos que en las paredes. Uno de esos espacios es el Café Ocho Esquinas, un bar con alma tanguera y corazón de barrio que desde 1939 late al ritmo del bandoneón, las charlas largas y el aroma a café recién hecho. Su ubicación ya es un clásico: la esquina de las esquinas, donde se cruzan las avenidas Forest, Álvarez Thomas y Elcano, en esa curiosa “triple frontera” que une a Chacarita, Colegiales y Villa Ortúzar.

El Ocho Esquinas es de esos cafés que no necesitan carteles luminosos para llamar la atención. Basta con su fachada sencilla, debajo de un edificio art déco de dos plantas, y con la atmósfera cálida que se ve desde la vereda. Apenas se cruza la puerta, uno entiende que está entrando a un lugar con historia. La madera, los espejos y las fotos colgadas en las paredes cuentan más que cualquier guía de turismo.

Un café con alma tanguera y clientela de lujo

Por sus mesas pasaron nombres que marcaron la cultura popular argentina. Homero y Virgilio Expósito, Julián Centeya, Aníbal Troilo, Homero Manzi y Osvaldo Pugliese fueron habitués de este refugio porteño. La lista impresiona y emociona: artistas que le dieron voz, música y letra a Buenos Aires encontraban en el Ocho Esquinas un punto de encuentro, una especie de peña informal donde la bohemia se mezclaba con el aroma del café y el sonido de la lluvia golpeando los ventanales.

Hoy la tradición sigue viva, con nuevos rostros pero el mismo espíritu. Entre los visitantes actuales figuran la cantante y compositora Hilda Lizarazu, los actores Diego Peretti y Héctor Bidonde, el periodista Juan Di Natale y el guitarrista Luis Salinas. Todos ellos, en algún momento, se dejan ver disfrutando una cerveza tirada, un café con leche o una charla sin apuro. Porque en el Ocho Esquinas nadie corre: el tiempo se acomoda al ritmo del barrio.

Fotos, recuerdos y una atmósfera que abriga

Las paredes del café son un viaje a la memoria del tango. Hay retratos de Gardel, Goyeneche, Troilo, Pugliese, Piazzolla y tantos otros íconos del 2×4. En las fotos, algunos sonríen, otros posan serios, pero todos parecen seguir ahí, vigilando desde los marcos a los nuevos parroquianos que se sientan a leer el diario o a escribir versos en una servilleta. También hay homenajes a figuras del humor como Alberto Olmedo (en su inolvidable versión de Rucucu), Jorge Porcel y Tato Bores, que arrancan una sonrisa nostálgica y refuerzan esa mezcla porteña entre melancolía y carcajada.

El interior del lugar tiene ese encanto difícil de describir: luces suaves, mesas de madera lustrada y una barra que resiste décadas de apoyos, brindis y confidencias. No hay apuro. Todo invita a quedarse, a mirar por la ventana cómo pasa la vida y a dejar que la charla se estire sin mirar el reloj.

Sabores con historia: del jamón crudo a la cocina alemana

Si el ambiente enamora, la cocina conquista. El jamón crudo del Ocho Esquinas es una institución en sí misma. Fino, sabroso, cortado a cuchillo y servido con la simpleza de lo que no necesita presentación. Pero la carta tiene mucho más: especialidades alemanas, picadas que son casi un ritual y una cerveza tirada que mantiene su espuma hasta el último trago.

Los desayunos también tienen su público fiel. El café con leche, los capuchinos y los chocolates fundidos en olla de cobre se acompañan con medialunas doradas o tostadas crocantes. Ideal para arrancar el día mirando el movimiento de las avenidas o charlando con los mozos de toda la vida, que saben más de historias barriales que cualquier archivo.

Los “Esquinazos”: sándwiches que hacen historia

Uno de los secretos mejor guardados del café son los sándwiches llamados “Los Esquinazos”, una creación de la casa que combina tradición, ingredientes de primera y ese toque artesanal que los hace únicos. Hay para todos los gustos: los Clásicos (crudo y manteca; matambre y berenjenas; leber con queso y pepinos; mortadela con tomate) y los Selectos (bondiola serrana con gruyère; spianata con provolone; muzzarella con tomates secos, albahaca y oliva). Cada uno tiene su hinchada propia, y más de un cliente tiene su pedido de siempre, sin necesidad de abrir la carta.

También hay pastas caseras como los fusillis al fierrito o los tallarines cortados a cuchillo, que mantienen viva la herencia italiana del barrio. Y si la idea es compartir, los viernes y sábados se celebran las famosas Noches de Picadas, con fiambres, quesos, pan recién horneado y buena música de fondo. Todo servido con generosidad y una sonrisa.

Sabores del alma alemana

Entre las especialidades más destacadas se encuentran las Kassler (costillas de cerdo ahumadas) con chucrut y papas al natural, y los Knackwurst (salchichas alemanas) con chucrut o con la tradicional ensalada de papas de la casa. Platos que recuerdan a la inmigración alemana que dejó su huella en el menú porteño. Son contundentes, sabrosos y perfectos para acompañar con una pinta bien fría.

Comer en el Ocho Esquinas no es solo alimentarse: es una experiencia. Es sentirse parte de una historia que sigue escribiéndose, plato a plato, trago a trago. Es ese ritual de los porteños de siempre, que encuentran en cada bar de barrio un pedacito de hogar.

El Café Ocho Esquinas es más que un bar: es un punto de encuentro donde las generaciones se cruzan, donde los artistas dejan su huella y donde cada visitante, aunque sea por un rato, se convierte en parte de la historia del lugar. Un café para disfrutar sin apuros, para quedarse… y para volver.

 

Por Pablo L.