Belleza, tragedia y un mito que todavía late en Barracas
En pleno corazón del barrio de Barracas, sobre la clásica Isabel La Católica al 520, se levanta un templo que guarda más que rezos: guarda memoria, tragedia y un pedacito del alma porteña. La Capilla Santa Felicitas, plantada justo frente a Plaza Colombia, es de esos rincones que te frenan aunque estés apurado, porque apenas la ves sentís que ahí pasó algo grande, algo que dejó huella.
Una mujer hermosa, una historia marcada y un amor imposible
Dicen que cuando Felicitas Guerrero caminaba por Buenos Aires, las miradas se daban vuelta solas. Era joven, dulce, de familia poderosa y, por esos caprichos crueles del destino, también marcada por pérdidas muy duras. A los 16 años se casó con Martín de Álzaga; un matrimonio arreglado, de esos típicos de la época. Tuvieron un hijo, Félix, que murió siendo un niño, dejando a la madre con un dolor que nunca se fue. Y no mucho después, a sus 24 años, Felicitas quedó viuda, heredando una fortuna y una belleza que despertaban suspiros en cada salón. Todo eso hizo que muchos hombres la cortejaran, como si su vida fuera una novela que todos querían protagonizar.
Entre esos pretendientes estaba Enrique Ocampo, un muchacho encaprichado que no aceptaba un “no”. Felicitas, sin embargo, se había enamorado de otro hombre: Manuel Sáenz Valiente, un tipo de buena familia y modales finos. Cuando Ocampo se enteró de que él no era el elegido, explotó. La enfrentó, discutieron, la celó con furia y terminó haciendo lo impensado: le disparó. Felicitas murió el 30 de enero de 1872, y ese día quedó grabado como una de las tragedias amorosas más fuertes del Buenos Aires antiguo, una historia que todavía vibra en el barrio como un eco que no se apaga.
Un templo levantado por amor, duelo y memoria
Sus padres, destrozados, decidieron homenajearla de una manera que trascendiera el tiempo: construyendo la iglesia que sería, en un principio, su tumba. Así nació la iglesia Santa Felicitas, erguida sobre la histórica barranca de Santa Lucía —hoy la avenida Montes de Oca—, un lugar que le dio al templo un aire de postal antigua que sigue intacto hasta hoy.
Es el único templo de la Ciudad que tiene esculturas de simples mortales. Ahí, en el vestíbulo, miran al visitante dos estatuas de mármol de carrara blanco: a la derecha, Martín de Álzaga; a la izquierda, Felicitas con su pequeño Félix en brazos, como si el escultor hubiese querido congelar en piedra el amor que la vida no les dejó disfrutar. Y cerca de la sacristía están los bustos de sus padres, Felicitas Cueto de Guerrero y Carlos J. Guerrero, los verdaderos responsables de que esta historia no se perdiera.
Detalles que enamoran: mármol, vitrales y un reloj que viajó por el mundo
La capilla sorprende incluso a quienes pasan todos los días por la zona y nunca se animaron a entrar. Está llena de mármoles italianos, frescos pintados a mano, vitrales que te dejan mirando para arriba y arañas que parecen salidas de un palacio europeo. Pero uno de sus tesoros más grandes es un reloj inglés con un carrillón de un metro de diámetro, que fue devuelto a la vida después de una restauración en Inglaterra. Lo puso en marcha nada menos que el príncipe Andrés de Gales, un detalle que le da al templo ese toque de película que Barracas sabe llevar bien. También tiene un órgano alemán con 783 tubos, una joya que todavía suena si la ocasión lo amerita y que hace vibrar todo el lugar con un sonido antiguo y poderoso.
El fantasma que todavía recorre el templo
Como toda historia trágica, esta también tiene su costado misterioso. En el barrio dicen, desde hace décadas, que el fantasma de Felicitas se pasea por el templo cuando hay tormenta. Las campanas, cuentan, suenan solas, como si alguien invisible las empujara con tristeza. Y muchos juran que si tocás la reja que rodea a Santa Felicitas vas a recuperar un amor perdido, como si la joven, desde algún rincón de la historia, todavía quisiera ayudar a quienes sufren por amor. Es uno de esos mitos que Barracas repite bajito, como cuidándolo para que no se rompa.
Un lugar para visitar, conocer y sentir
La Capilla Santa Felicitas no es solo un monumento o un edificio antiguo: es un pedazo del alma barrial. Es un sitio donde conviven la belleza arquitectónica, el amor trágico y la memoria de una familia que quiso honrar a su hija de la manera más grande que encontró. Entrar ahí es sentir un poco la historia viva, caminar entre mármoles que cuentan cosas, entre ecos que todavía no se van, entre suspiros que se quedaron atrapados entre vitrales. Es un espacio que, sin decir una palabra, te habla fuerte.
Si alguna vez pasás por ahí, frenate un minuto. Mirá la fachada, escuchá el silencio, tocá la reja si querés tentar al destino y dejate llevar por la magia del lugar. En Barracas, las historias no mueren: se transforman.
La Capilla Santa Felicitas sigue siendo, hasta hoy, uno de los tesoros más sensibles y misteriosos de Buenos Aires. Un lugar donde la arquitectura se mezcla con la leyenda, donde la tragedia se vuelve belleza y donde la ciudad muestra ese costado suyo que nunca pasa de moda: el de las historias que, por más que pasen cien años, siguen vivas.





