Cuando cae el sol en Chacarita, el silencio pesa distinto y la imaginación empieza a jugar su propio partido
Cuando la noche cambia el ánimo del lugar
El reloj marcaba las 19.30 y el último sol se perdía entre los edificios de Chacarita. El frío empezó a colarse entre las camperas y los casi cuarenta visitantes se juntaron cerca de la entrada del Cementerio Británico. La noche llegó de golpe y el clima se volvió casi invernal, como si el lugar quisiera avisar que lo que venía no era un paseo común.
Desde uno de los caminos principales apareció una figura que se robó todas las miradas: túnica oscura, farol de luz cálida y una voz que bajó el murmullo a cero. El silencio fue inmediato, casi respetuoso, mientras la guía invitaba a seguirla para conocer las historias y leyendas de este rincón único de la Ciudad.
Un cementerio distinto a todos
El Cementerio Británico no nació por capricho. Fue creado en 1820 para quienes no profesaban la fe católica o directamente no tenían religión. Era un espacio disidente incluso para su época, algo que todavía se siente al recorrerlo de noche.
Primero funcionó en la calle Juncal y años más tarde fue trasladado a Chacarita, donde descansan los restos actuales. Dos siglos de historia quedaron concentrados en pocas manzanas, entre pinos, cipreses y senderos de césped prolijamente cuidado.
Lápidas, cruces y un silencio que pesa
Con apenas unos pasos aparecieron las primeras lápidas con nombres en inglés, cruces celtas y tumbas amplias pensadas para más de un féretro. A diferencia de otros cementerios, acá casi no hay flores; cada sepultura parece un cantero verde.
Aunque el cementerio está pegado a una avenida transitada, los ruidos de la Ciudad se fueron apagando. El sonido de los pinos moviéndose reemplazó a los colectivos y el grupo avanzó en silencio, guiado solo por el farol y la voz de la guía.
La tumba del Payaso del Pueblo
La primera parada fue frente a la tumba de Frank Brown, conocido como el “Payaso del Pueblo”. Un inglés que supo hacer reír a medio Buenos Aires desde fines del siglo XIX.
Brown llegó con su circo y se hizo amigo de los hermanos Podestá, pioneros del circo criollo. Uno de sus números más famosos, el salto sobre soldados con bayonetas, lo volvió una celebridad. Su éxito no cayó bien en los sectores más ricos, que incluso llegaron a incendiarle una carpa en Recoleta.
Soñaba con un festejo popular para el centenario del país y quería entradas accesibles para todos. No lo dejaron. Murió en 1943 y todavía hay quienes dicen escuchar risas por la noche, como eco de aquellos que lo fueron a ver.
“Hay quienes aseguran que las risas todavía se escuchan cuando el cementerio queda a oscuras”, relató la guía frente a la tumba de Frank Brown.
La sugestión empieza a jugar
Después de esa historia, los sentidos quedaron en alerta. Las linternas de los celulares iluminaban apenas los caminos. Cualquier ruido parecía tener otro significado, cualquier sombra podía engañar al ojo.
En la parte más antigua del cementerio, la oscuridad se volvió casi total. Los arbustos parecían figuras humanas y el aleteo de los murciélagos sonaba más fuerte de lo normal.
Arte masónico entre tumbas
Entre los enterrados hay también masones que dejaron su marca en la arquitectura de sus sepulcros. Algunos símbolos son claros, otros pasan desapercibidos entre la austeridad de las criptas.
Una tumba llamó especialmente la atención: un ángel colocado por la familia, pese a que el difunto era ateo. Una contradicción tallada en piedra, que resume las tensiones de otra época.
Olores, recuerdos y una capilla final
Mientras avanzaba con cuidado para no pisar ninguna sepultura, un perfume empezó a imponerse. El olor a jazmín tapó por completo a los pinos, acompañando el tramo final del recorrido.
El cierre fue en la capilla neogótica, la única del cementerio, con techo de madera y una escultura de una mujer dormida. Allí la guía recitó un poema de Bécquer, y la piel se erizó sin pedir permiso.
Salir distinto a como se entra
Cuando el recorrido terminó, el reloj marcaba las 21. El celular vibraba con mensajes pendientes. El atardecer había quedado muy lejos, como si hubieran pasado más horas de las reales.
Al salir por la avenida Elcano, el perfume a jazmín desapareció. Dicen que es una forma de agradecimiento de quienes ya no están. Verdad o sugestión, el paseo deja huella y no es para cualquiera.





